En las noches de luna nueva como hoy, solía recordar a Mario Vargas Llosa: “La vocación literaria nace del desacuerdo de un hombre con el mundo. La literatura puede morir pero no será nunca conformista…Porque en el dominio de la literatura, la violencia es una prueba de amor…Como ayer, como ahora, si amamos nuestra vocación, tendremos que seguir librando las treinta y dos guerras del coronel Aureliano Buendía, aunque, como a él, nos derroten en todas. Nuestra vocación ha hecho de nosotros, los escritores, los profesionales del descontento, los perturbadores conscientes o inconscientes de la sociedad, los rebeldes con causa, los insurrectos irredentos del mundo, los insoportables abogados del diablo”Y constantemente le daba vueltas a esta concepto, y se concebía poco digna de las revelaciones con las que tropezaba, cada vez que tanteaba las líneas de Borges, Cortázar y otros.
Y así se alejó un día, por completo, de todo: del suburbio, de los parques continuos, de las arboledas, de los cinismos, de la arrogancia, de la cobardía. Se alejó de todos y de todo, huyó y divagó cien años de puras soledades, se alejó, de su morada, de su pueblo, del sillón que cobijó sus lecturas habituales, de las paredes que atendieron los suspiros de acróbata que arrojaba mientras leía. ¿Se alejó dije?, no, me equivoqué, no se alejó, sólo viajó una tarde de quimera, que creyó mil años, cruzó molinos de viento en busca de hidalgos con honor. ¿Viajó hacia ellos o ellos vinieron a buscarla? No lo supo con precisión, pero cual Alicia se deleitó cada instante de esta tarde de fantasías. Mientras la novela que leía descansaba en sus ojos dormidos.